Søren Kierkegaard fue, sin duda, una de esas impertinencias con las que de cuando en cuando nos abofetea la historia para que no nos durmamos en los laureles, para que no nos dejemos arrastrar por la corriente, para que no olvidemos que todo orden establecido se encuentra bajo sospecha en el momento mismo en que queda establecido. Aunque la lucha que llevó a cabo el pensador danés tuvo un campo de batalla bien definido y unos enemigos concretos, a pesar de que sus controversias se lidiaron en zonas de la filosofía y de la teología prácticamente inhóspitas para el lector del siglo xxi, su mensaje, su obra y su vida son tan necesarios para nosotros como la ventilación para una casa que ha permanecido mucho tiempo cerrada.
Kierkegaard es el «filósofo impertinente», porque nadie permanece indiferente tras haber leído sus obras. Algo ocurre, intelectual y existencialmente, cuando uno se topa con él, de alguna manera se nos queda clavado un aguijón en la carne con el que hemos de vivir mientras sigamos pensando. El pensador actual que no haya pasado por Kierkegaard, que no se haya sometido a una cura kierkegaardiana, carece de ese plus intelectual que el «filósofo impertinente» llamaba seriedad.
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