El cambio del sistema representativo en España, que se ha hecho visible con el surgimiento de los nuevos partidos y ha culminado en las elecciones del 20 de diciembre de 2015 que han supuesto el final del bipartidismo imperfecto, ha lanzado el debate sobre la calidad y los orígenes del régimen democrático, que fue fruto del proceso de transición que la sociedad española impulsó a la muerte del dictador y que desembocó en la Constitución de 1978. Fue, sin duda, un proceso complejo en el que confluyeron intereses y anhelos diversos. La vocación democrática de grupos que habían sido de oposición a la dictadura, el deseo de sectores más o menos neutros que se politizaron al atisbarse la llegada de las libertades, el instinto de supervivencia de elementos franquistas que vieron la posibilidad de adaptarse a la nueva realidad y de seguir medrando se apiñaron en torno a una inercia ciudadana de convivencia pacífica, reconciliación y ambición de futuro que desembocó en un consenso fundacional que se plasmó en la Carta Magna. En todo esto, junto a algunas personalidades concretas, desempeñó un papel decisivo la potente presión social de fondo, sin la cual el surgimiento del nuevo régimen hubiera resultado mucho más difícil. Sobre aquellas bases, España ha recorrido un trayecto de casi cuatro décadas de importante desarrollo material e intelectual. Hoy, nuestra Constitución, que requiere cambios con urgencia para resolver evidentes anacronismos causados por el paso del tiempo, sigue siendo el fundamento de un régimen político y de un sistema de convivencia eficaces. Y aunque se invoque con razón la puesta al día del gran marco institucional, ello no significa que la ley fundamental haya perdido vigencia, prestancia o legitimidad. La Constitución admite críticas, faltaría más, pero no hay que dejarse engañar por descalificaciones a veces en exceso globales.
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