La casa de los Amadoz es la última en el camino al matadero. Y ahí están ya aporreando la puerta de entrada mientras gritan fanfarrones, con la valentía que les dan las armas: «¡Miguel Amadoz! ¡¡¡Que baje!!!». Todos los miembros de la familia se despiertan sobresaltados y caen en una pesadilla tan real como la muerte misma. Contienen el aliento y aterrorizados los hijos e hijas escuchan decir a la madre: «No vayas que te van a matar». Es un grito angustioso, desesperado, terminal. «Me matarán escuchan decir al padre, pero a vosotros os dejaran vivir.» Pronto, únicamente se perciben en la casa los lloros y lamentos de la madre sola. El padre ha bajado ya, pero no ha acertado en su último vaticinio. «¡Que baje Vicente!», vociferan los matones. A él también lo han sentenciado. Vicente comparte cama con Salvador, mi padre. El hermano mayor esta hecho un manojo de nervios. Busca la ropa para vestirse. Tiembla como una hoja y se pelea con los pantalones y la camisa. Se resisten los botones a entrar en los ojales. Un torbellino espontáneo e inesperado nubla sus ojos. Sus 22 años se resisten a entregarse al afilado umbral de la muerte. Abajo, los matones están inquietos. Le reclaman una y otra vez. Piensan que se está retrasando demasiado. Suben en tropel a buscarlo. Mi padre ve asomar por la puerta las boinas rojas de los asesinos y con la determinación y el arrojo de sus escasos 13 años intenta defender a su hermano. Se agarra a él para que no se lo lleven, grita y patalea inútilmente ante aquella canalla despiadada hasta que los fusiles le apuntan al pecho acorralándolo contra la cama. «Quieto chaval si no quieres que te matemos a ti también» les escucha decir a quemarropa. A empujones se llevan a Vicente. Nunca más volverá a verlo. Bajan la escalera a trompicones. Lo atan con cuerdas de segadora como a los demás. Todos los hermanos y hermanas, niños adolescentes, suben corriendo al granero. Por las rendijas de la falsa llegan a tiempo de ver como arranca el camión para tomar la dirección del cercano puente sobre el río. La desolación más desnuda imaginable y una desesperada angustia se apodera de los corazones. Nada ni nadie pudo ni podrá nunca consolar una orfandad semejante. Hasta el perro fiel de la familia supo de la desgracia. No dejó de llorar en toda la noche con aullidos lastimeros.
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