Alfonso, aunque no era un hombre perfecto, fue aprendiendo a tomar decisiones según el Evangelio en su itinerario de hombre abierto al misterio de Dios. Ante el sufrimiento de los incurables de Nápoles, los campesinos abandonados de Scala, la urgencia de una Palabra Viva en la Iglesia, de una nueva propuesta moral por el acceso a la bondad de Dios… la realidad tomó para él una hondura nueva. El mundo se le hizo elocuente. El misterio de la Encarnación, el amor entregado en Cristo Crucificado, la hoguera de la oración, la Presencia Eucarística, María como el Buen Consejo, la invitación a la vida de eternidad, siempre la belleza de la creación, la piedad de la música…, despertaron su creatividad creyente transformándolo en un ser tocado por la santidad de Cristo, en el fundador de una Congregación de Misioneros deseosos de agradar a Dios, de atender a la vida, de proclamar que hay Redención para todo ser humano.