Vivimos en un tiempo de un mundo donde muchos seres humanos, acaso la mayaría, se ven de uno u otro modo condenados a vivir en situaciones límite, se sienten al límite de sus fuerzas físicas y psíquicas en unas sociedades agobiadas por las prisas y neurotizantes por su caldo de cultivo consumista y competitivo. Tiempos difíciles que marcan una ambición sin fronteras, y se ven simbólica o físicamente confinados en territorios estratificados con barreras físicas nada permeables, situaciones controladas, que van desde la exclusión y puesta en marcha de medios de control tradicionales, hasta llegar a kilométricos muros de fronteras físicas, en ocasiones con medios expeditivos y drásticos como las concertinas. Obstáculos para el tránsito de personas con barreras arquitectónicas, aunque no siempre impiden que se salten estas barreras a través de la fuerza que tienen de ruptura y anhelo de personas que buscan en sus ansias de cumplir sueños, ilusiones, de olvidar el hambre, la miseria, la injusticia para alcanzar una vida mejor, en una dolorosa huida del lugar donde nacieron y de la traumática separación de sus fa