Cuando me brindaron la oportunidad de dejar Nueva York para vivir en Londres tres meses, no me lo pensé dos veces. Nada más aterrizar me enamoré de las cabinas de teléfono rojas, los palacios y los taxis negros. Pero mi sitio favorito es el metro. Está a reventar de tíos buenos con traje. Por eso no dudé en aceptar cuando me ofrecieron trabajar para un abogado. En el trayecto hacia mi primer día de trabajo perdí el equilibrio y me caí encima del inglés vivo más guapo del mundo. Fue tan encantador como James Bond y tan seductor como el señor Darcy. En ese momento solo quería comer a besos sus duros abdominales y escuchar su acento toooda la noche. Pero resultó que el Señor Guaperas era mi nuevo jefe. Y su actitud no era tan maravillosa como su agraciado rostro, sus anchos hombros y su perfecto culo. Estaba amargado, tenía mal genio y era el hombre más arrogante que he conocido en la vida. Pero en medio de una discusión me plantó un beso sin venir a cuento. Y estoy bastante segura de haber visto en ese momento fuegos artificiales sobre el Big Ben y haber escuchado el Dios salve a la reina. No estaba buscando al príncipe azul, pero quizá haya encontrado a mi caballero de brillante armadura. El problema es que vivimos con un océano de por medio
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