Stalin fue -los documentos que he leído desde entonces no dejan lugar a dudas- el autor y director del asesinato en masa de millones de personas. El experimento comunista del Hombre Nuevo dio a Stalin y a los que estaban en el poder la justificación que necesitaban para asesinar a enemigos y parias. Sin embargo, no prescribía el asesinato en masa. Stalin y sus compañeros no hablaban del mundo feliz cuando discutían qué hacer con los supuestos enemigos de este nuevo orden. En su lugar, hablaban de técnicas de violencia. Sólo en un estado de excepción era posible que un psicópata como Stalin diera rienda suelta a su malevolencia y energía criminal. El sueño de la salvación comunista se ahogó en la sangre de millones de personas porque la violencia se desprendió de los motivos originales y acabó sometiéndose únicamente a los propósitos del dictador. Al final, lo único que importaba era el reconocimiento del poder absoluto, del poder absoluto de Stalin como dueño de la vida y de la muerte. Si no hubiera sido por la atmósfera de paranoia y desconfianza, el déspota nunca habría podido imponer su voluntad a los demás ni hacer de su mundo aquel en el que todos tenían que vivir.