Canción de cuna arranca acertadamente con los íntimos versos de Goytisolo, dedicados a su hija Julia. Como el conocido poeta, Ángela Álvarez desarrolla un libro dedicado a su hija. Aunque, en su caso, no solo aparece la voz de la madre que interpela a la hija, sino que el yo lírico se transforma y parece que se introduce en la piel, en la boca, de la hija que responde, de la hija adulta, la hija pequeña, que permanece «sin saber de los dientes de la luna/ni de los jaguares de la noche», la madre de la madre, e incluso exhorta al padre, que es también partícipe del milagro del nacimiento, y es causante del dolor de la pérdida. La autora nos muestra en un inicio un diálogo entre madre e hija, las voces se mezclan y se confunden y así logra con éxito que sea solo una, la misma, la que se convierte en madre, hija, madre de la madre, y al final se fusionen: «y volvemos a nacer/ del vientre de la madre./Duérmete, mi niña, duerme./Que la noche nos encuentre juntas». Como reza el título, nos hallamos ante una canción de cuna, así que por supuesto es también onomatopéyica. Constantes eaaa, eaaa, acompañan al poema en el que se suceden varias voces. Es inevitable pensar en, por ejemplo, Carmen París cantando Nana del caballo grande de Federico García Lorca, pues también se desprende cierta tristeza. La incertidumbre, la guerra, la muerte, la hija a la que se le anuncia una ardua tarea, esa a la que nos enfrentamos todos en el mundo: «Deberás encontrar tu voz» en medio del caos. Las bellas imágenes a las que recurre Ángela Álvarez nos acunan como toda nana que se susurra a un niño: «el mar/ que me agarra de las muñecas/ como dientes de trigo»; «la palabra/ como alimento cálido en agosto». El lector, al introducirse en el mundo suave de lunas vigilando una pequeña cama, puede seleccionar también una de esas voces, identificarse con la madre que pierde al hijo, con la madre que no puede concebir, con la hija que pierde al padre. Esta canción se compone de un único poema, extenso, de variables voces, que como un susurro nos muestran, sobre todo, los delicados vínculos entre la madre y la hija, ese milagro en el que las palabras son aliento. Como, precisamente, una canción de cuna.
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