La conquista castellana de las Indias no fue esencialmente militar, sino, ante todo, jurídica e institucional, además de religiosa por evangelizadora. Al Nuevo Mundo, extraeuropeo, la Monarquía Universal Hispánica trasplantó el Derecho castellano, de honda raíz romana, en tanto que antiguo ius commune, de factura medieval y canónica. Y, con el Derecho, la publicidad, la controversia y la disparidad de opiniones a él inherentes. E inseparablemente unida, la burocracia, papelista y documentadora, del primer Estado Moderno. Por eso, el conquistador español, aunque particular en su empresa material y económica, fue un oficial público, del rey, en su actuación política, su desempeño gubernativo y su ejercicio judicial. Y, como tal, sometido a la fiscalización de sus actos, por responsabilidades habidas en el cumplimiento de las obligaciones de su cargo, al término del mismo, por medio del Juicio de Residencia. Como el que Pedro de Alvarado, conquistador de Guatemala, hubo de afrontar, desde 1536, hasta su muerte, en 1541. De su eficacia, y de la vulnerabilidad tipológica del conquistador español, habla el que Alvarado no dudase en huir de él, precipitadamente, en agosto de 1536. Entre los centenares de documentos de un Juicio de Residencia, el lector descubrirá, no sólo las voces, en primera persona del plural, de toda una pléyade de conquistadores menores, compañeros indispensables de Hernán Cortés o de Pedro de Alvarado, sino también el testimonio de su imagen histórica, jurídicamente auténtica, en tanto que considerada verdadera. Los españoles hallaron el mejor cauce de expresión, en el Derecho, para sus críticas, personales y oficiales, e incluso para alguna autocrítica, desveladora de violencias que han teñido de negro la leyenda del conquistador hispano. Los indios carecen de voz procesal, sin embargo, su visión de los hechos logra aflorar, por alusión o por tercería, en medio de precisas actas judiciales. Unos documentos, en fin, por los que desfila la realidad de unos conquistadores que sólo respetaban dos límites, su fe religiosa y la lealtad al soberano; una masa anónima de indígenas, cristianizados (Francisco, Martín) o no (Mazatle, Acote, Xonarte), en proceso de incipiente, y doloroso, mestizaje cultural; y algún protagonista, como Pedro de Alvarado, que conformó, para siempre, un nuevo mundo en tierras de la Guatemala hispana, triunfantemente mestiza e irremediablemente alvaradiana.
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