La interpretación constituye un banco de pruebas para el jurista. El cultor del derecho que no sepa cómo interpretar no es un jurista: sean cuales sean los esfuerzos profusos por asimilar las palabras de las leyes, estudiar de memoria las opiniones de los doctores, fijar en la mente las máximas incluso del último tribunal de provincia. Suele pensarse que la interpretación no puede constituir, hablando con propiedad, materia de enseñanza: esto se debería a que la interpretación vendría a ser un arte, un tener olfato, una intelección intuitiva, una visión inspirada por la práctica o un resplandor alcanzado por la experiencia. Puede que todo ello sea verdad. No obstante, existe una parte, en la interpretación jurídica, que cae bajo el dominio ordenador de la razón: es el campo de los conceptos claros y distintos mediante los cuales un acervo de fenómenos con nombres elusivos e inciertos encuentra su explicación rigurosa; es el lugar de las técnicas y de las formas de argumentación desarticuladas y reconstruidas sobre la mesa del analista, a beneficio de cuantos prefieren no improvisar.
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