Hay trabajos publicados cuyo impulso inicial de proyección y primera aproximación proviene de la categoría y reconocimiento público de su autor. Su trayectoria intelectual o literaria constituyen, por sí mismas, la mejor carta de presentación en las siempre estrictas reglas de cortesía del mercado impreso. Cuando se llega al momento iniciático de la primera aparición pública de un texto propio, se suele tener la imprecisa y modesta sensación de una evanescente provisionalidad. Recuerdo haber leído a Antonio Muñoz Molina relatar con delicada precisión sus primeras sensaciones al encontrarse con el papel que recogía sus primeras elaboraciones literarias en las páginas del Diario de Granada. Satisfacción, inmortalidad, orgullo, megalomanía, temor; sentimientos todos que trascienden a lo pasajero, fugaz o coyuntural. Sentimientos en definitiva que nos conectan con lo más humano del ser humano. Creo entender que algo similar nos ha acontecido a todos los que de una forma u otra hemos trasladado en algún momento, nuestro trabajo, nuestras reflexiones y análisis y, a veces también, nuestras frustraciones, a algún medio de comunicación, ya sea periódico o discontinuo. Cuando se trata de un diario periódico el autor se cuela ahí casi sin pedir permiso, se podría decir que el autor se presenta ante el lector con cierta arrogancia y desfachatez, sin llamar. No es el lector, en este caso, el que ha elegido al autor, éste es el que ha elegido a sus lectores. Conoce sus gustos, sus quiebros ideológicos, sus preferencias políticas, su estilo literario preferido y sabe, de antemano, que alguien lo va a leer. Sin embargo, con los libros, ocurre, al parecer, todo lo contrario. Es el lector el que te elige a ti, a tu obra, a tu trabajo.