Vicente Escudero es uno de los artistas más importantes de su tiempo. Es extraño que su obra no figure en los discursos de la Historia del Arte, en los Museos de Arte Contemporáneo, en las revisiones populares del canon estético del siglo XX, no ya como el actor que posa para unas fotos de Man Ray o unos dibujos de Francis Picabia, sino como el motor de una sensibilidad estética nueva, de modos de hacer que se adelantan con mucho a los de nuestro tiempo. Pensemos que casi treinta años antes de que aparecieran figuras como John Cage o Merce Cunningham, Escudero baila en un teatro de Nueva York durante 15 minutos en silencio, baila durante otros 5 minutos el aleatorio entrechocar de piedras, o durante otros 3 minutos el vibrato de una dinamo eléctrica. Es inusual encontrar en el campo del arte español y, también, en el campo del flamenco, una obra como Mi baile que publicó en 1947. Un testimonio autobiográfico que, además, intenta situar teóricamente su trabajo, situar sus logros, avances y tradiciones en su preciso contexto. No es sólo una excepción en el panorama del flamenco, tenido a menudo por ágrafo, es que los artistas españoles no suelen explicarse. Se trata por tanto de presentar ampliamente la escritura de Vicente Escudero, no sólo sus letras como veremos, también sus intentos de dar una notación coreográfica, verdadera finalidad de muchos de sus dibujos y gráficos. Escribir y coreografiar es para Escudero una misma cosa, una reflexión a posteriori de lo que el cuerpo ha ensayado sobre las tablas. La escritura y los dibujos y pinturas y ensayos gráficos que Escudero ensayaba son su más importante legado coreográfico y tienen esa misión de coreografiar, a contrapelo, podríamos decir con Walter Benjamin, su libérrima concepción del baile. Esta gran compilación de sus escritos y coreografías es un corpus fundamental para entender el flamenco antes y después de la guerra civil española, antes, en relación con La Argentina y, después, articulando la tensión dialéctica y enormemente productiva que se crea entre Pilar López y Carmen Amaya, una tierra de nadie en la que se inserta Vicente Escudero y que ofrece un impresionante legado coréutico y artístico.
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