Goethe decía a Eckermann, comentando el curso de Historia de Guizot: «También vemos muy bien tratado el derecho romano como algo perdurable que, aunque de vez en cuando se sumerge en el agua como los patos, no desaparece nunca por completo. Por cierto que Guizot aprovecha esta ocasión para rendir su reconocimiento a nuestro prodigioso Savigny». Esta frase es la síntesis genial de quien percibe que en el derecho romano hay algo más que normas. Algo que permanece, superando revoluciones sociales, que tratan de derogarlo porque creen que es soporte del poder del opresor, y enfrentamientos entre imperios, que lo utilizan para imponer su hegemonía. El derecho romano estaba constituido por normas jurídicas, que se fueron construyendo sobre un vigoroso armazón de conceptos, reglas y clasificaciones. Tal estructura, mucho menos sometida al cambio que las normas, fue la fuente de su orden y, al mismo tiempo, la verdadera fuerza creadora de aquel sistema que explica la razón de su pervivencia.

Los conceptos, las reglas y las clasificaciones se incorporaron a la cultura de los pueblos de Europa y, a través de ellos, a los de América, hasta formar parte de su idiosincrasia. Después de ser largo tiempo derecho común europeo, la síntesis de la recepción se produjo en los códigos del siglo xix en los que la historia y la dogmática, cultas y elaboradas, dejaron paso al precepto normativo. La distinción entre lo público y lo privado, la idea de la culpa como fundamento de la responsabilidad, las nociones de propiedad y de contrato, que forman parte de nuestra manera de ser en la sociedades actuales, se forjaron a lo largo de siglos de evolución y son ejemplo que ilustra la necesidad de disponer de un medio adecuado para que nuestros jóvenes estudiantes puedan abordar sin zozobras y en consonancia con sus planes docentes, el estudio del derecho romano, en esta época de cambios.