Tener la fortuna de haberse cruzado con algunos bichos raros no es obra de escritor; es más bien trabajo filatelista, de botánico o de entomólogo. Pienso que la rata que atraviesa la viga de una isba en una narración de Fedor Dostoievski es una rata de don Fedor, nada más y nada menos que suya. La carreta (1932) es una novela que se gesta y reedita con sustanciales variantes a lo largo de casi treinta años. Entre 1923, fecha de la publicación del primer cuento, «Las quitanderas», que le dio origen, y 1952, cuando se publica la 6.ª edición de la novela, considerada por el autor como la definitiva, Amorim añade y modifica el orden de los capítulos y, sobre todo, elabora un «crecimiento novelesco» y subraya la importancia del «concepto vínculo» de la carreta como símbolo e hilo conductor de la narración. Está relación sostenida y compleja de Amorim con un texto nunca «terminado», pero al que consideraba su «obra favorita», otorga a La carreta un interesante valor genético, tanto por el carácter de verdadero work in progress, como por la evolución desde un género inicial -el cuento- hacia otro -la novela- en el que se funden los diversos materiales redaccionales que la componen. Al narrar la historia de un grupo de prostitutas viajando en una carreta a lo largo de los campos del noroeste del Uruguay para «conformar a peones y troperos» en pueblos y estancias, Amorim abordó un tema inédito en la narrativa latinoamericana, que luego tratarían otros escritores como Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y José Donoso. Pese a que el verismo realista con que las describió alimentó una polémica socio-histórica y lingüística sobre la existencia de esas meretrices trashumantes, Amorim sostuvo siempre que esas «misioneras del amor» habían sido un «descubrimiento de su propio magín». A partir del cuento incluido en Amorim (1923), desarrollado luego en una segunda versión en Tangarupá (1925) y novelizado finalmente en La carreta (1932), las «quitanderas» pasaron a formar parte de una «realidad» arquetípica que sólo la literatura es capaz de forjar. Basta recordar que Pedro Figari las representó en una serie de cuadros que, al ser expuestos en París, alimentaron el equívoco sobre la existencia de esas carretas tambaleantes recorriendo los solitarios campos uruguayos, al punto que un escritor francés Adolphe Falgairolle escribió una nouvelle, La quitandera, inspirada en la obra homónima del autor salteño. Pero más allá de la anécdota y verosimilitud de sus personajes, La carreta refleja un panorama de desolada crueldad, de miseria y desconsuelo, de un mundo rural polarizado entre estancieros y peones, el autoritarismo prepotente y los injustos abusos, triste realidad sin otros alivios que borracheras embrutecedoras o posesiones en los límites de la animalidad. Sin embargo y, pese al determinismo geográfico y social que la condicionan, Amorim no sucumbe al naturalismo de notas sombrías o al decadentismo de un realismo vindicativo al que el tema y la época lo invitaban.
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